Desde que leí Los Juegos del Hambre, la trilogía escita por Suzanne Collins, no he parado de reflexionar acerca de su contenido, de esa crítica política y social que, al menos yo, creo que tiene.
Al principio simplemente establecía paralelismos entre la realidad de nuestro país, de nuestro mundo, y la “realidad” de Panem, el mundo distópico en el que se desarrolla toda la historia y, lamentablemente, encontré muchas similitudes. Tantas, que la revolución que tiene lugar en Sinsajo parecía ser la solución a todos nuestros problemas (reales).
Después de llegar a ese punto en mis disparatadas cábalas, volví a la Tierra y me ocupé del transcurso de mi vida. Todo iba bien hasta que, tras licenciarme y cumplir con mis últimas prácticas de verano, me encontré en casa con una única meta: encontrar trabajo. Ni que decir tiene que no estoy buscando cualquier empleo, aspiro a conseguir un puesto relacionado con la carrera que elegí: Periodismo.
Y en este punto me encuentro ahora. Búsquedas intensivas de vacantes que no existen y envío de CV a toda empresa relacionada con el sector dispuesta a darme una oportunidad. La primera. Pero como los días son muy largos, también me doy grandes atracones de cine y series. Y en esta nebulosa entre realidad y ficción en la que me encuentro, sólo a mí podía ocurrírseme comparar Los Juegos del Hambre con la situación de los que acabamos de licenciarnos en Periodismo, Comunicación Audiovisual o cualquier otra titulación relacionada con el sector de la comunicación.
Cada titulación o rama de la comunicación bien podría representar un distrito de los que componen Panem y cada uno de nosotros, licenciados o titulados, pertenecemos a uno de ellos. Para poder participar en Los Juegos del Hambre la edad mínima es de 12 años y la máxima de 18, en cambio, para optar a un puesto de trabajo en nuestro sector, la edad mínima es de 22 años, ahora que los grados son de cuatro, y la máxima, en teoría, hasta la jubilación, pero creo que alguien que no haya conseguido un empleo en sus primeros diez años de búsqueda lo tiene realmente difícil para incorporarse al mercado laboral.
Mientras que en Panem nadie quiere salir elegido, nosotros daríamos la vida, metafóricamente hablando, porque nuestro nombre saliera en el bombo, y aunque en Los Juegos sólo se enfrentan hasta la muerte un chico y una chica de cada distrito, nosotros tenemos que pelear con toda una promoción, no sólo de nuestra Universidad, sino de todas aquellas que impartan la carrera que nos ocupa.
El mercado laboral es la arena, y todos los que queremos abrirnos camino somos los tributos. Aunque parezca que “enfrentarse hasta la muerte” es exagerado, la sensación que yo tengo es justo esa. Nadie va a luchar cuerpo a cuerpo, pero todos estamos inmersos en una batalla de méritos para demostrar nuestra valía y convencer a los espectadores de Panem, aquí representados por los compañeros de trabajo y superiores, que nos merecemos una oportunidad, que necesitamos su favor (o su patrocinio) para llegar al final de la competición sanos y salvos.
Aunque no tenemos entrenadores de manera directa, como ocurre con los tributos de las novelas, cada uno de nosotros tiene, o debería tener, una estrategia estudiada para mostrar ante el público al que ha de convencer. Y mientras que algunos optan por el juego limpio y por mostrar sus cualidades sin perjudicar las de los demás, siempre hay alguien que elige una vía menos honrada pero, por desgracia, no menos válida.
En la mayoría de las empresas, la deportividad y el compañerismo brillan por su ausencia, tal y como ocurre en la arena. Una vez que entramos en “la jungla laboral”, el resto de personas que optan al mismo puesto que nosotros son, automáticamente, nuestros peores enemigos. A lo mejor cuesta creerlo, pero es algo que llevo experimentando desde 2009, año en el que realicé mis primeras prácticas profesionales. Y doy fe de que se acentúa a medida que el momento de encontrar “un trabajo de verdad” se acerca.
Tal y como ocurre en los textos de Suzanne Collins, se establecen alianzas entre “tributos” que, obviamente, sólo duran hasta que el resto de candidatos han sido descartados. Llegados a este punto, las amistades son fácilmente olvidadas y la lucha continúa.
En Panem, el vencedor recibe una casa propia y un premio que le asegura una buena vida hasta el fin de sus días. De la misma forma, los ciudadanos de su distrito son testigos directos de la generosidad del Capitolio. En nuestro mundo, el vencedor, si es que lo hay, consigue un puesto de trabajo cuyas condiciones dependerán (y mucho) de la empresa que se lo ofrezca. Y, por supuesto, que lo haya logrado en esta ocasión no significa que no vaya a tener que preocuparse nunca más por su futuro.
Y aunque parezca que nuestra experiencia puede ser menos traumática que la de enfrentarse hasta la muerte a otras 11 personas, aun sabiendo que todo el país está observando a través de la televisión, la búsqueda incesante de una oportunidad que no llega y el mero hecho de enfrentarse a miles de personas de las cuales no sabes ni su nombre, desmotiva, ahoga y hunde.
Pero hay que ser positivos, porque sólo así podremos atraer las cosas buenas. Y no hay que rendirse. Nunca. Porque al igual que los ciudadanos de Panem se rebelaron contra la tiranía del Capitolio, cada uno de nosotros debemos rebelarnos contra nosotros mismos, porque si los tiempos difíciles agudizan el ingenio, las tenemos todas con nosotros para poder reinventarnos así que… ¡QUE COMIENCEN LOS SEPTUAGÉSIMO QUINTOS JUEGOS DEL HAMBRE!
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