Al entrar, me dirijo rápidamente al lavabo. El espejo muestra una chica algo pálida y con aspecto de cachorrillo abandonado. Las gotas resbalan por mi frente. Estoy empapada, pero, en cambio, no me importa. De hecho, no puedo dejar de sonreír. Tantos días grises me estaban agobiando, necesitaba caminar, despejar la mente y el espíritu. Sentirme libre, aunque sólo pueda ser de manera momentánea. El sol no ha querido acompañarme en mi paseo, así que he tenido que conformarme con caminar bajo el dulce aguacero. Pero ha funcionado. Estoy mucho más animada, me siento mejor.
Vuelvo a mirarme en el espejo. La euforia inicial ha desaparecido y ahora pienso que, tal vez, no haya sido tan buena idea caminar tanto sin abrir el paraguas. Sin duda, el doctor me preguntará porqué estoy empapada y ¿qué voy a decirle? ¿que a pesar de llevar el paraguas en el bolso he preferido no utilizarlo? ¿que la tormenta me sorprendió de camino? No. Mejor descarto la última excusa, ya que lleva lloviendo toda la semana, por lo que es imposible que el tiempo me haya pillado desprevenida. Al final tendré que decirle la verdad, aunque eso suponga un retroceso en el tratamiento porque, sin duda, el doctor va a pensar que en lugar de ir hacia delante, estoy retrocediendo, abandonándome a la locura.
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